Artículo publicado originalmente el 25 de abril de 2021 en el diario La Verdad.
Hay una historia que me persiguió en mis noches y desvelos cuando era pequeño, un recuerdo sobre unos niños, dos hermanos de mi padre, que murieron de forma súbita e imprevista de una terrible enfermedad en la misma semana: sarampión. Sucedió a comienzos del siglo pasado, en una España donde la esperanza de vida al nacer estaba en poco más de 30 años, en buena parte, debido a la mortalidad causada por enfermedades infeccionas.
El sarampión fue descrito por primera vez por el médico y filósofo persa Al-Razi (865-925), que la distinguió de la viruela, y los últimos estudios indican que es una enfermedad donde el virus que la produce se estima que «saltó» hacia la especie humana, procedente de los mamíferos bovinos, hace unos 2.500 años. El médico escocés Francis Home (1719-1813) demostró en 1757 que el sarampión es causado por un agente infeccioso en la sangre de los pacientes, siendo la primera persona en intentar crear una vacuna contra esta enfermedad.
Durante las primeras décadas del siglo XX, el sarampión tuvo un efecto devastador en el mundo. Pero en particular, las cifras más inasumibles venían de África Occidental, donde las tasas de mortalidad infantil eran del cincuenta por ciento antes de los 5 años. Los países más desarrollados tampoco escapaban a esta realidad.
En 1954, el científico John F. Enders (1897-1985), que ese mismo año recibió el Premio Nobel de Medicina por sus trabajos sobre la vacuna de la polio, y el médico Thomas C. Peebles (1921-2010), recolectaron muestras de sangre de varios estudiantes que enfermaron durante un brote de sarampión en la ciudad de Boston. Su reto era el de aislar el virus del sarampión en la sangre de algún estudiante y crear una vacuna contra el sarampión. Y lo consiguieron. Lograron aislar el sarampión en la sangre de un chaval de 11 años, David Edmonston. La noticia corrió como la pólvora y fue objeto de titulares y portadas en diarios como el New York Times.
Casi una década después, en 1963, Enders con el esfuerzo colaborativo de otros científicos y médicos transformaron la cepa Edmonston-B del virus del sarampión en una vacuna segura y eficaz para ser autorizada. Paradójicamente, David Edmoston, que ha pasado a la historia de la medicina por dar nombre a esta cepa y que ahora vive como feliz jubilado en Virginia, no vacunó contra el sarampión a su propio hijo cuando le correspondió.
La vacuna llegó tarde para los hermanos de mi padre y para millones de niños y adultos, sin oportunidad para beneficiarse de su eficacia. Llegó tarde también para Olivia, la hija del aclamado escritor británico Roald Dahl (1916-1990), que murió con siete años de edad, en 1962, a causa de las complicaciones derivadas de padecer sarampión. En una carta fechada en 1986, Dahl se dirigió de forma desgarrada al creciente movimiento antivacunas británico en estos términos: «Cerca de 20 niños morirán de sarampión cada año en Gran Bretaña. ¿Y qué riesgos corren tus hijos al ser vacunados? Son casi inexistentes. En un distrito de aproximadamente 300.000 personas, ¡solo habrá un niño cada 250 años que desarrolle efectos secundarios graves por vacunarse! La probabilidad es de uno entre un millón. Se puede pensar que hay más probabilidad de que tu hijo se atragante hasta morir con una barra de chocolate que de resultar gravemente enfermo por ser vacunado contra el sarampión. ¿De qué narices te preocupas? Es casi un crimen permitir que tus hijos no estén vacunados».
La historia del sarampión, aunque sigue azotando mortalmente cada año a la población infantil de los países en vías de desarrollo, es un ejemplo más del triunfo de la ciencia y de las vacunas. Y ese triunfo del progreso científico, que ha sido silencioso para nuestra generación, lo ha sido precisamente porque no hemos vivido la muerte a nuestro alrededor en los mismos términos que otras generaciones, nos hemos olvidado porque no era nuestra espantosa realidad. Las vacunas, la cloración masiva del agua de consumo, los avances en la higiene y la medicina, han colocado la esperanza de vida actual en niveles de más del doble que hace cien años. Han funcionado de manera asombrosa y hemos perdido la perspectiva de épocas pretéritas, llegando al extremo de la desconfianza e incluso el negacionismo, absolutamente injustificado, por no decir demencial.
En solo un año, hemos sido testigos en tiempo real del esfuerzo titánico, sin precedentes en la historia de la humanidad, para lograr en tiempo récord un grupo de vacunas frente a la pandemia causada por el SARS-CoV-2. Un hito de la ciencia que se estudiará de manera destacada en los libros de texto. Y que seguramente olvidaremos, como parte de la consagración de ese éxito. Va en nuestra naturaleza.
https://www.laverdad.es/culturas/olvido-triunfo-20210425001606-ntvo.html
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