Jacob Bronowski en Cambridge, con su nieto Daniel Bruno Jardine |
En el último capítulo de The ascent of man, Bronowski se confiesa entristecido «al verme súbitamente rodeado, en Occidente, por un sentimiento de pavoroso achicamiento, de retroceso ante el saber». Supongo que, en parte, Bronowski se refería a la limitada comprensión y escaso valor que se concede a la ciencia y a la técnica —que tanto han contribuido a configurar nuestra existencia y la de múltiples civilizaciones— en el ámbito de las comunidades sociales y políticas; pero también a la creciente popularidad de diversas pseudociencias, de una ciencia marginal y populachera, del misticismo y de la magia.
En la actualidad se observa en Occidente (no así en los países del Este) un renovado interés por doctrinas ambiguas, anecdóticas y a menudo manifiestamente erróneas que, si fueran ciertas, descubrirían cuando menos la existencia de un universo más sugestivo, pero que no siéndolo, implican una desidia intelectual, una endeblez mental y una dispersión de energías muy poco prometedoras de cara a nuestra supervivencia. Entre dichas doctrinas se cuenta la astrología (según la cual, al nacer yo una serie de astros situados a cien billones de millas de distancia se conjuntan en una casa o morada que condiciona fatalmente mi destino); está, también, el «misterio» del triángulo de las Bermudas (que en sus varias versiones alude a la existencia de unos objetos volantes no identificados con base en las aguas costeras de dichas islas que engullen buques y aeronaves); los relatos sobre platillos volantes en general; la creencia en astronautas que vivieron en un pasado remoto; la fotografía de espectros; la piramidología (que, entre otras muchas cosas, sostiene la peregrina idea de que si guardo mi hoja de afeitar en el interior de una pirámide de cartón en vez de hacerlo en un estuche rectangular, conservo el filo mucho más cortante); la es-cientología; las auras y la fotografía kirliana; la vida emocional y preferencias musicales de los geranios; la cirugía psíquica; los modernos augures y profetas; el doblamiento a distancia de cuchillos y otros objetos cortantes; las proyecciones astrales; el catastrofismo velikovskiano; Atlantis y Mu; el espiritismo; y la doctrina de la creación específica del hombre, por parte de un dios o dioses, pese a la estrechísima relación que nos une con las restantes especies animales, tanto en el plano de la bioquímica como de la fisiología cerebral. Tal vez exista un atisbo de verdad en alguna de estas doctrinas, pero la amplia aceptación de que gozan trasluce una absoluta falta de rigor intelectual, una grave carencia de escepticismo y la necesidad de sustituir la experimentación por el propio deseo. Por regla general son —excúsenme la expresión— teorías generadas en el sistema límbico y en el hemisferio derecho, filigranas de la ensoñación, respuestas naturales —el término es, indudablemente, muy apropiado al caso— y humanas a la complejidad del medio que nos rodea. Pero son también doctrinas místicas y ocultas, concebidas de tal forma que eluden toda refutación y no pueden ser contrastadas con argumentos racionales. Por contra, estimo que la apertura hacia un futuro esclarecedor sólo puede venir dada a través de la plena operatividad del neocórtex. Debe llegarnos de la razón, entremezclada con la intuición y los componentes del sistema límbico y del complejo R, desde luego, pero de la razón al fin y al cabo, lo que supone una valerosa asunción del mundo tal como es en realidad.
Sólo durante el último día del calendario cósmico aparecen en la Tierra mecanismos intelectuales dignos de mención. El funcionamiento conjuntado de ambos hemisferios cerebrales es el instrumento con que la naturaleza nos ha provisto para que podamos sobrevivir, y no es probable que la especie humana consiga este objetivo sin hacer un uso cabal y creativo de nuestro entendimiento.
«Somos una civilización científica —ha dicho Jacob Bronowski—. Eso significa una civilización en la que el saber y su integridad son factores cruciales. Ciencia no es más que una palabra latina que significa conocimiento... Nuestro destino es el conocimiento»--Carl Sagan, Los dragones del Edén (1977)--
Un texto muy esclarecedor. Gracias por compartirlo Dani.
ResponderEliminarSaludos
De nada, cienciadifusa. Unir a Sagan y Bronowski es un lujazo ;)
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