La inmortalidad y la mortalidad es el contraste con que finalizaré este ensayo. La física del siglo XX es una labor inmortal. Trabajando de manera comunal, la imaginación humana no ha producido monumentos que la igualen: ni las pirámides ni la Ilíada ni las baladas ni las catedrales. Uno tras otro, los hombres que forjaron estas concepciones son los héroes pioneros de nuestra época.
Mendeleev, barajando sus tarjetas; J. J. Thompson, confutando la creencia griega de que el átomo es indivisible; Rutherford, que lo configuró como un sistema planetario; y Niels Bohr, que hizo funcionar ese modelo. Chadwick, que descubrió el neutrón, y Fermi, que lo utilizó para abrir y transformar el núcleo. Y a la cabeza de todos ellos están los iconoclastas, los primeros descubridores de las nuevas concepciones:
Max Plank, que dio a la energía un carácter atómico igual a la materia; y Ludwig Boltzmann, al que, más que a ningún otro, debemos el hecho de que el átomo – un mundo dentro de un mundo – sea tan real para nosotros como nuestro propio mundo.
Quién hubiera creído que en 1900 la gente luchaba, podríamos decir que a muerte, al tratar el tema de la realidad o ficción de los átomos. En Viena, el gran filósofo Ernst Mach lo negaba.
La misma negativa era expresada por el gran químico Wilhelm Ostwald. Y, sin embargo, un hombre, durante el crítico cambio de siglo, propugnó la autenticidad del átomo en términos teóricos fundamentales. Se trataba de Ludwig Boltzmann, a cuya memoria rindo homenaje.
Boltzmann era un hombre irascible, extraordinario, difícil; un temprano seguidor de Darwin; buscabullas y encantador; era todo lo que un ser humano debería ser. El ascenso del hombre oscilaba en ese entonces sobre una fina balanza intelectual, a causa de la existencia de doctrinas antiatómicas que realmente imperaban en esos días, nuestro avance habría sido detenido por décadas y quizás por un siglo. Y no solo se habría detenido el avance de la física sino también el de la biología, cuya dependencia en aquélla es fundamental.
¿Se conformaba Boltzmann con discutir? No. Vivió y murió esa pasión. En 1906, a la edad de sesenta y dos años, sintiéndose aislado y derrotado, justamente en el momento en que la doctrina atómica estaba a punto de triunfar, él consideró que todo estaba perdido y se quitó la vida. Lo único que resta para conmemorarle es su fórmula inmortal, grabada en su tumba,
S = K log W.
No tengo palabras para describir la belleza compacta y penetrante de esta fórmula de Boltzmann. Mas tomaré una cita del poeta William Blake, quien inicia los Augurios de inocencia con cuatro líneas:
El ver un mundo en un grano de arena
y un cielo en una flor silvestre,
sostener el infinito en la palma de la mano
y la eternidad en una hora.
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--Jacob Bronowski. El ascenso del hombre. Fin del Cap. 10 --