Paracelso nació cerca de Zurich en 1493 y murió en Salzburgo en 1541 a la temprana edad de cuarenta y ocho años, se convirtió en un perpetuo desafío de todo lo académico: por ejemplo, fue el primero en identificar una enfermedad producida por el trabajo. De la prolongada batalla librada por el impertérrito Paracelso a lo largo de su vida contra la más vieja tradición de su tiempo – la práctica de la medicina –, conocemos episodios tanto grotescos como encantadores.
Su cabeza era fuente inagotable de teorías, muchas de ellas contradictorias, la mayoría absurdas. Era un personaje rabelesiano, picaresco, salvaje; se embriagaba con los estudiantes, corría tras las mujeres, viajaba por todo el Viejo Mundo y, hasta hace poco, figuraba en las historias de la ciencia como un charlatán. Mas no lo era. Era un hombre de genio inestable pero profundo.
El hecho es que Paracelso era un personaje. Descubrimos en él, quizás por primera vez, cómo un descubrimiento científico fluye de la personalidad y cobra vida conforme observamos que es creado por una persona. Paracelso era un hombre práctico que entendía que el tratamiento de un paciente dependía del diagnóstico (él era un diagnosticador brillante) y que el tratamiento debería ser aplicado directamente por el médico. Rompió con la tradición de que el médico era un académico erudito que leía de un libro muy antiguo, mientras que el infeliz paciente estaba en manos de algún ayudante que se limitaba a hacer lo que el médico ordenaba. «No debe haber ningún cirujano que no sea también médico», escribió Paracelso. «Donde el médico no sea también cirujano, no será más que un ídolo que no es sino monigote».
Tales aforismos no hicieron gozar a Paracelso de la simpatía de sus rivales, pero con el los atrajo la atención de otras entes independientes de la era de la Reforma. Por esto fue llevado a Basilea, por el único año de triunfo de su desastrosa carrera internacional. En Basilea, en el año 1527, Johann Frobenius, famoso impresor protestante y humanista, padecía de una grave infección de una pierna – que estaba a punto de serle amputada –, y en su desesperación recurrió a sus amigos del nuevo movimiento, quienes le enviaron a Paracelso. Este expulsó a los académicos de la habitación, salvó la pierna y efectuó una curación que tuvo eco por toda Europa. Erasmo le escribió lo siguiente: «Has salvado a Frobenius, que es la mitad de mi vida, del mundo de las sombras».
No es casual que las nuevas ideas iconoclastas en medicina y en el tratamiento químico aparezcan conjuntamente, en época y lugar, con la reforma iniciada por Lutero en 1517. Un centro de aquel período histórico era Basilea. El humanismo había florecido allí aun antes de la Reforma. Existía una universidad con tradición democrática, de modo que, pese a que sus médicos miraban con recelo a Paracelso, el consejo de la ciudad pudo insistir en que se le admitiese como catedrático. La familia Frobenius imprimía libros, entre ellos algunas obras de Erasmo, que difundían la nueva visión general de todas las ramas del conocimiento.
Se estaba generando un gran cambio en Europa, más grande quizá que el enorme revuelo religioso y político echado a andar por Martín Lutero. Se aproximaba 1543, año simbólico del destino. Durante ese año se publicaron tres libros que habrían de cambiar la mentalidad europea: las ilustraciones anatómicas de Andrés Vesalio; la primera traducción de la matemática y física griegas de Arquímedes; y el libro de Nicolás Copérnico, La revolución de los orbes celestes, que ubicaba al sol en el centro de los cielos, creando lo que hoy se conoce como la Revolución Científica.
Toda esa batalla entre el pasado y el futuro fue resumida proféticamente en 1527, en un acto realizado delante de la catedral, en Basilea. En público, Paracelso arrojó a la hoguera tradicional de los estudiantes un antiguo texto médico escrito por Avicena, un discípulo árabe de Aristóteles.
Hay algo simbólico en esa hoguera veraniega, e intentaré evocarlo en el presente. El fuego es el elemento alquímico mediante el cual puede el hombre profundizar en la estructura de la materia. Luego entonces, ¿es el fuego una forma de materia?. Si usted cree eso tendrá que atribuir al fuego toda clase de propiedades insólitas, tales como que es más ligero que la nada.
Dos siglos después de Paracelso, hacia 1730, los químicos aseveran esto por medio de la teoría del flogisto, como encarnación final del fuego material. Mas No existe una sustancia tal como como tampoco lo es la vida. El fuego es un proceso de transformación y de cambio, mediante el cual los elementos se vuelven a unir en nuevas combinaciones. La naturaleza de los procesos químicos no fue comprendida sino cuando el fuego mismo fue comprendido como un proceso.
La acción de Paracelso clamaba: «La ciencia no puede mirar hacia el pasado. Jamás existió una época áurea». Y habrían de transcurrir otros doscientos cincuenta años para descubrir un nuevo elemento, el oxígeno, que explicaba finalmente la naturaleza del fuego y liberaba a la química de las ataduras de la Edad Media.
-- Jacob Bronowski, El ascenso del hombre --
NOTA: Esta entrada participa en la V Edición del Carnaval de la Química, que en esta ocasión se celebra en el blog Scientia.
Si os ha gustado el fragmento del libro de Bronowski, os aconsejo encarecidamente su lectura completa o mejor aún, el visionado de la serie de tv homónima y origen del libro posterior. Una delicia. Ambos.
ResponderEliminarPor si alguien no ha visto la serie, dejo este aperitivo, que pubiqué en mi Tumbrl 'Tiempos Modernos':
http://workscience.tumblr.com/post/4309338673/dogma-e-ignorancia-jacob-bronowski-el-ascenso
Visionado obligatorio.
Saludos
Genial, apunto el libro y la serie a la lista de pendientes :) Cuando he leído Frobenius, me ha venido a la cabeza el matemático, pero resulta que el matemático vivió en el XIX:
ResponderEliminarGeorg Fröbenius
Saludos